domingo, 3 de mayo de 2009

El día que descubrí que lo más caro no es necesariamente lo mejor

En los tiempos en los que mis únicas preocupaciones consistían en resolver dos preguntas clave (“¿Y ahora a qué jugamos?” y “¿Cómo me las ingenio para escupir sin que me vean la enorme bola de pescado y espinacas que llevo rumiando 15 minutos?"), solía pasar los veranos con mi abuelo (el de verdad, el que usa pajarita y zapatos Martinelli). Cada tarde, sin falta, nos acercábamos al quiosco y me invitaba a paladear un sabroso helado. Allí me advertía: “Topanga, no te guíes por los precios a la hora de elegir tu helado. Yo no cambio el lomo por el cordero por muy caro que sea el segundo. Lo más caro no es necesariamente lo mejor." Bla, bla, bla… Siempre pensé que el viejo era un auténtico tacaño, pero, como buena niña obediente, optaba por comprar uno de los de menor precio. Así transcurría mi verano, lamiendo alegremente la crema de chocolate, vainilla y avellana, aunque con la mente volcada por completo en los inalcanzables helados destinados a gente con pasta, es decir, a aquellas niñas que tanto envidiaba, aquellas que tenían un Ken y no debían recurrir a la relación lésbica entre una Barbie y una Barriguitas cuando necesitaban incluir un poco de romance en sus juegos.

La ansiada oportunidad para expandir mi abanico de sabores llegó en forma de invitación del primo del hermano de no sé qué sobrino de mi abuela. “Compra el helado que prefieras", dijo, y al instante una sonrisa maliciosa se dibujó en mis labios (te voy a crujir, primo del hermano de no sé qué sobrino de mi abuela). Sin demora repasé la lista de precios buscando el helado más caro… “Hummm... trufa. Suena rico… Y es muy caro. ¡Uno de trufa, por favor!" Cuando por fin tuve el cucurucho entre mis manos experimenté lo que probablemente sintió Sara Bernat al contemplar la ensalada de pepinos que le tenían reservada Nacho Vidal y Rocco Siffredi. Sin embargo, con el primer lengüetazo (¡puagh!) supe que la trufa no era lo mío. Su gusto dulzón y empalagoso me llevó a lanzar el helado a una papelera en un momento de despiste del señor dadivoso, quien, todavía hoy, ríe al contar la anécdota del día en que zampé un helado de trufa a velocidad de vértigo.